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Poemario: Los zapatos del indigente
EL LARGO
VIAJE POR LA NOCHE MÁS OSCURA
Reflexiones en torno a Los
zapatos del indigente de Asunción Caballero
He
de confesar que la poesía me causa más temor y más quebraderos de cabeza que
cualquier otro género dentro del arte literario. A diferencia de la novela, por
ejemplo, donde el autor se toma su tiempo para enhebrar una historia memorable,
la poesía carece de esta ventaja. El ritmo interno del poema se comprime hasta
el límite, de tal manera que cualquier temporalidad o linealidad externa es y
debe ser anulada. Entonces, ¿qué es lo que queda? La emoción pura, la reflexión
liberadora, la inteligencia transgresora… A causa de ello, sílabas, palabras,
comas, puntos o espacios en blanco valen su peso en oro. Están ahí para dar
todo de sí, ya no como meros signos (lingüísticos o no), sino como entes desbordantes
de vida. De su existencia depende –en gran parte– el éxito del verso, del poema
y del poemario o, en el sentido contrario, el truncamiento, el intento fallido.
Cuánta razón llevaba el poeta del creacionismo en sus contundentes versos: «(…)cuida
tu palabra; / el adjetivo, cuando no da vida, mata».
La
plena conciencia de esta labor exige del poeta un máximo cuidado frente al diseño
del poema, como estructura verbal que dialoga consigo misma y con otros textos
poemáticos, y un máximo de responsabilidad frente al contenido que en él
deposita, contenido que se fermenta gracias a las experiencias vitales o, en
términos existencialistas, a su «estar aquí». Así, pues, todo poeta es –por lo
menos en la praxis– un puente entre el mundo observable y ese otro mundo que él
percibe o, inevitablemente, crea. En este punto las interrogantes están
servidas: ¿En qué medida el poeta debe liberarse del influjo del entorno
social? ¿El universo inventado en el arte poético puede –y debe– influir en la
esfera de lo real? Como sucede con las obras del espíritu humano, los límites y
las segmentaciones tienden a difuminarse; querer encerrar la palabra se
convierte en un sinsentido y la labor del artista verbal alcanza nuevas cotas
de libertad, más allá de todo pragmatismo.
Los zapatos del indigente (Lastura
2018) son la respuesta lúcida y visceralmente inteligente de Asunción
Caballero, una persona que sabe batallar desde la palabra y desde la acción,
que promueve el diálogo y el respeto por los derechos humanos desde el arte y la
poesía. No es casual que, en Los zapatos
del indigente, la voz poética se
esfuerce por comprender este mundo quebrado, hiriente, salvaje; un mundo que le
pulveriza los huesos y que la hacen sentir como «un trapo sucio de cocina» («La
planta de mis pies», v. 2). Los versos desgarradores y desafiantes inundan el
poemario, mas yo me quedo con «Desamparo», un poema que considero gravitante
para los hallazgos íntimos de la poeta, un texto donde el paroxismo del horror
y del miedo va abriendo camino al conocimiento del yo, de los propios límites,
de la lucha por la sobrevivencia a través de la donación personal: «El miedo se
instala en mi vientre / donde escucho llorar a mi hijo» (vv. 5-6). Aquí se
empieza a vislumbrar un porqué a la experiencia de tanto dolor. La voz poética
asume ese estado como necesario y preparatorio para intentar hallarle sentido a
todo y, principalmente, al sufrimiento de la mujer, del niño, del animal, en
fin, de cada ser vivo: «Lucho para que nazca libre de tu pecado / y pueda
sobrevivir a este frío» (vv. 7-8). Ergo, para pasar de la oscuridad a la luz,
del yo al nosotros, es necesario «calzarse los zapatos del indigente» («I», v.
8), o sea, vaciarse de toda soberbia, de toda máscara y de toda in-humanidad.
Caminar descalzos por la noche más oscura (el lenguaje místico se hace
inevitable) es condición sine qua non
para sobrevivir un día más, un «regalo» que promueve la fraternidad y que
favorece la visión de la claridad: «Dejadme descansar un instante / que ya veo
luz reflejada en una nube…» («VI», vv. 45-46).
Y
es aquí donde la esperanza se abre paso, siempre vibrante, siempre fuerte: «A
pesar de los pesares, no todo es fúnebre / ni siquiera por las lágrimas que te
tragas» («Fúnebre», vv. 1-2); una esperanza que no descansa en la fe
sobrenatural, aunque se necesite creer: «Me gustaría creer en ese Dios que todo
lo puede, / y que, como padre, solo desea el bien de sus hijos» («Esto no es
una oración», vv. 4-5), sino que se alimenta de las fuerzas individuales, de la
capacidad de cada uno por salir de cualquier hoyo, de la fe en el propio ser
humano para ser un poco más humano (las voces de Miguel Hernández y César
Vallejo se escuchan muy cercanas): «Tendré que empezar por hacer limpieza / y
echar al cubo de la basura la pelusa / que –sin permiso– / se instaló en mi
piel y bebió de mi saliva.» («Tengo prisa», vv. 11-14).
En
consecuencia, los versos de Asunción Caballero se transfiguran en una ética de
vida, donde la misma poesía tiene poder salvífico. Por ello, el lector sentirá
que cada verbo o sustantivo de Los
zapatos del indigente están plenos de sinceridad y empatía, pues para la
poeta no hay otra opción si de amar la poesía se trata. De ahí que declare
abiertamente su rechazo contra esos «poetas / que escriben y escriben / y
llenan de tinta / la virginidad de mil folios / para no decir nada». Justamente,
me parece un gran acierto que el poemario inicie con «Poesía», toda una
declaración de intenciones y pensamientos: «Así llegaste a mí, como ese rayo /
para iluminar con tus versos / las palabras que llenan de su luz / todo el aire
de los huecos» (vv. 1-4). Y con ello, no me cabe duda de que Los zapatos del indigente también es un sincero
compromiso poético-personal para que, algún día no tan lejano, todos descansemos:
«y sin abrir los ojos / dejemos que pase el día» («X», vv. 39-40). Enhorabuena a
la poeta por tan humanos versos.
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