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El amor es como el mar



PRÓLOGO
Fundamentalmente, la palabra nos ha otorgado una libertad que excede cualquier etimología o legislación. Es más, esta libertad traspasa las barreras de lo filosófico, lo religioso y lo científico, para empoderarse en el terreno de lo ilimitado y lo imposible. Como el mar, la palabra parece no tener horizontes o fronteras; lo abarca todo y todo lo puede. Como el mar, la palabra nos une, nos comunica, cualesquiera sean los medios o los intrincados pasajes. Ella está ahí, para darnos vida, esperanza o, cuanto menos, refrescar nuestro día a día. En ese sentido, su función ética –ethos– es también una labor salvífica del espíritu humano: nos ayuda a comprender –logos– lo que somos y lo que deseamos ser.  
En esa correspondencia entre el ethos y el logos, la palabra es signo privilegiado no solo de nuestra humanidad, sino también –aunque lo pongamos en duda últimamente– de que somos poseedores de una inteligencia capaz de crear. Ya lo decía Huidobro: «El poeta es un pequeño Dios». Sin embargo, entre el pensar y el hacer, el verbo ha ido perdiendo fuerza y contenido. O, mejor dicho, el Hombre –en mayúsculas– ya no se compromete y, lo que es peor, no cumple con la palabra empeñada. Inevitablemente, la Literatura también cae bajo sospecha. La desconfianza en la belleza a través de la palabra tergiversa su finalidad artística y la somete a un falso problema de índole más bien social: ¿Para qué sirve la palabra y, con ella, la Literatura?  
Con El amor es como el mar, poetas y narradores de todas partes del mundo nos hacen ver que las discusiones en torno a la utilidad práctica de la palabra solo confirman su señorío: ella lo abarca todo. A pesar del maltrato que ha recibido en los últimos años, la palabra consigue transformarse en vehículo de ayuda material, para el prójimo, y de ayuda personal, para el escritor y el lector. Pero aún hay más: esta antología con fines solidarios –que nació del Taller de Escritura Creativa a cargo de la Universidad Abierta El Retiro– reitera el valor intrínseco del arte de la palabra: servir a la Humanidad, sin atenuantes ni remilgos. Aquí la creatividad no se detiene en su sentido lúdico o de confesión personal; hay trabajo, estudio, comprensión y respeto o, que es lo mismo, auténtico amor por la vida y la existencia, en sus múltiples y humanas manifestaciones. Porque la creación literaria nace y se nutre de este mundo, pero la esencia de su ser la obliga a alzar un vuelo largamente satisfactorio. ¡Cuánta razón lleva la autora del poema número LIII al iniciar con un verso sabiamente declaratorio: «Soy hija de la vida», y continuar: «En la luna mi hogar tengo, / en la tierra busco amor»!
Hoy, el itinerario de ese largo vuelo literario toma forma de libro y se presenta en sociedad. Sé que esta ilusión creció en las aulas de la Biblioteca Elena Fortún, donde nos reuníamos cada mes y donde, al fin y al cabo, nos conocíamos más. También sé que, en cada verso o relato, han puesto algo de ustedes, hallazgos íntimos, únicos e intransferibles. No obstante, a causa de ello, abiertamente solidarios y comunicantes. Gracias por hacer que la palabra brille en inteligencia y belleza, cualidades necesarias para acercarnos a su reino de libertad y hermandad. Enhorabuena.

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Poemario: Los zapatos del indigente




EL LARGO VIAJE POR LA NOCHE MÁS OSCURA
Reflexiones en torno a Los zapatos del indigente de Asunción Caballero

He de confesar que la poesía me causa más temor y más quebraderos de cabeza que cualquier otro género dentro del arte literario. A diferencia de la novela, por ejemplo, donde el autor se toma su tiempo para enhebrar una historia memorable, la poesía carece de esta ventaja. El ritmo interno del poema se comprime hasta el límite, de tal manera que cualquier temporalidad o linealidad externa es y debe ser anulada. Entonces, ¿qué es lo que queda? La emoción pura, la reflexión liberadora, la inteligencia transgresora… A causa de ello, sílabas, palabras, comas, puntos o espacios en blanco valen su peso en oro. Están ahí para dar todo de sí, ya no como meros signos (lingüísticos o no), sino como entes desbordantes de vida. De su existencia depende –en gran parte– el éxito del verso, del poema y del poemario o, en el sentido contrario, el truncamiento, el intento fallido. Cuánta razón llevaba el poeta del creacionismo en sus contundentes versos: «(…)cuida tu palabra; / el adjetivo, cuando no da vida, mata».
La plena conciencia de esta labor exige del poeta un máximo cuidado frente al diseño del poema, como estructura verbal que dialoga consigo misma y con otros textos poemáticos, y un máximo de responsabilidad frente al contenido que en él deposita, contenido que se fermenta gracias a las experiencias vitales o, en términos existencialistas, a su «estar aquí». Así, pues, todo poeta es –por lo menos en la praxis– un puente entre el mundo observable y ese otro mundo que él percibe o, inevitablemente, crea. En este punto las interrogantes están servidas: ¿En qué medida el poeta debe liberarse del influjo del entorno social? ¿El universo inventado en el arte poético puede –y debe– influir en la esfera de lo real? Como sucede con las obras del espíritu humano, los límites y las segmentaciones tienden a difuminarse; querer encerrar la palabra se convierte en un sinsentido y la labor del artista verbal alcanza nuevas cotas de libertad, más allá de todo pragmatismo.
Los zapatos del indigente (Lastura 2018) son la respuesta lúcida y visceralmente inteligente de Asunción Caballero, una persona que sabe batallar desde la palabra y desde la acción, que promueve el diálogo y el respeto por los derechos humanos desde el arte y la poesía. No es casual que, en Los zapatos del indigente, la voz poética se esfuerce por comprender este mundo quebrado, hiriente, salvaje; un mundo que le pulveriza los huesos y que la hacen sentir como «un trapo sucio de cocina» («La planta de mis pies», v. 2). Los versos desgarradores y desafiantes inundan el poemario, mas yo me quedo con «Desamparo», un poema que considero gravitante para los hallazgos íntimos de la poeta, un texto donde el paroxismo del horror y del miedo va abriendo camino al conocimiento del yo, de los propios límites, de la lucha por la sobrevivencia a través de la donación personal: «El miedo se instala en mi vientre / donde escucho llorar a mi hijo» (vv. 5-6). Aquí se empieza a vislumbrar un porqué a la experiencia de tanto dolor. La voz poética asume ese estado como necesario y preparatorio para intentar hallarle sentido a todo y, principalmente, al sufrimiento de la mujer, del niño, del animal, en fin, de cada ser vivo: «Lucho para que nazca libre de tu pecado / y pueda sobrevivir a este frío» (vv. 7-8). Ergo, para pasar de la oscuridad a la luz, del yo al nosotros, es necesario «calzarse los zapatos del indigente» («I», v. 8), o sea, vaciarse de toda soberbia, de toda máscara y de toda in-humanidad. Caminar descalzos por la noche más oscura (el lenguaje místico se hace inevitable) es condición sine qua non para sobrevivir un día más, un «regalo» que promueve la fraternidad y que favorece la visión de la claridad: «Dejadme descansar un instante / que ya veo luz reflejada en una nube…» («VI», vv. 45-46).
Y es aquí donde la esperanza se abre paso, siempre vibrante, siempre fuerte: «A pesar de los pesares, no todo es fúnebre / ni siquiera por las lágrimas que te tragas» («Fúnebre», vv. 1-2); una esperanza que no descansa en la fe sobrenatural, aunque se necesite creer: «Me gustaría creer en ese Dios que todo lo puede, / y que, como padre, solo desea el bien de sus hijos» («Esto no es una oración», vv. 4-5), sino que se alimenta de las fuerzas individuales, de la capacidad de cada uno por salir de cualquier hoyo, de la fe en el propio ser humano para ser un poco más humano (las voces de Miguel Hernández y César Vallejo se escuchan muy cercanas): «Tendré que empezar por hacer limpieza / y echar al cubo de la basura la pelusa / que –sin permiso– / se instaló en mi piel y bebió de mi saliva.» («Tengo prisa», vv. 11-14).
En consecuencia, los versos de Asunción Caballero se transfiguran en una ética de vida, donde la misma poesía tiene poder salvífico. Por ello, el lector sentirá que cada verbo o sustantivo de Los zapatos del indigente están plenos de sinceridad y empatía, pues para la poeta no hay otra opción si de amar la poesía se trata. De ahí que declare abiertamente su rechazo contra esos «poetas / que escriben y escriben / y llenan de tinta / la virginidad de mil folios / para no decir nada». Justamente, me parece un gran acierto que el poemario inicie con «Poesía», toda una declaración de intenciones y pensamientos: «Así llegaste a mí, como ese rayo / para iluminar con tus versos / las palabras que llenan de su luz / todo el aire de los huecos» (vv. 1-4). Y con ello, no me cabe duda de que Los zapatos del indigente también es un sincero compromiso poético-personal para que, algún día no tan lejano, todos descansemos: «y sin abrir los ojos / dejemos que pase el día» («X», vv. 39-40). Enhorabuena a la poeta por tan humanos versos.

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¿Somos sádicos?

Seguramente hemos escuchado o utilizado la palabra "sádico" y, más o menos, entendemos lo que significa: aquella persona -hombre, mujer o niño- que se solaza, se alegra o siente placer por el mal que padece otro ser humano o ser vivo en general.